lunes, 20 de diciembre de 2021

 

La soledad en Nietzsche

En el capítulo primero de este trabajo he hecho referencia a algunos escritos de Nietzsche en los que considera que el hombre veraz, el espíritu libre necesita la soledad para escapar de los aparentes oasis de quienes viven una vida relajada y alejada de la búsqueda del conocimiento y de la verdad, y tratan simplemente de instalarse en una comodidad animal. En este sentido escribió en Aurora:

-“...vuelvo a la soledad, por no beber en las cisternas que están para uso de todos. En medio de la multitud vivo como la multitud y no pienso como yo pienso; al cabo de algún tiempo tengo presentimientos de que me quieren desterrar de mí mismo y robarme el alma, y me pongo a odiar y a temer a todo el mundo. Entonces tengo necesidad del desierto para volver a ser bueno”[1].

Más adelante, en Así habló Zaratustra, escribe de manera especialmente inspirada y poética una apología de la soledad, llegando incluso a mantener una amable conversación con la misma que de forma paradójica se convierte en un refugio, en la compañía más preciada, hasta el punto de llegar a considerarla como su “patria”, su “hogar”, llegando a escribir:

“¡Oh, soledad, patria mía, soledad! ¡Cuán dulce y tiernamente me habla tu voz!”.

En esas mismas líneas habla del sentimiento de abandono, similar al de la soledad, pero especialmente duro en comparación con la misma soledad, y que supone por ello un profundo sufrimiento en cuanto se relaciona con el rechazo que la rectitud y la sinceridad provocan en la masa en contra de quien se mantiene a distancia para no contagiarse de la despreocupación por la búsqueda de la verdad: 

“Oh, soledad, patria mía, soledad! He habitado demasiado tiempo como salvaje, en salvajes tierras extrañas, para que no retorne a ti con lágrimas.

[…]

¡Oh, Zaratustra, todo lo sé! Especialmente sé que tú, uno solo, has estado más abandonado entre las multitudes, mu-cho más de lo que lo estuviste a mi lado.

Una cosa es abandono y otra es soledad. ¡Esto lo has aprendido ahora! Y también que entre los hombres serás siempre extraño y salvaje: extraño y salvaje aun cuando te amen. ¡Pues lo que quieren ante todo es que se les trate con indulgencia!

[…]

Mas muy otra cosa es estar abandonado. ¿Lo recuerdas, Zaratustra? Cuando tu pájaro te habló desde su rama, hallándote tú en el bosque, indeciso, sin saber adónde ir, junto a un cadáver, tú dijiste: “¡Que mis animales me guíen! Más riesgos hallé entre los hombres que entre los animales”. ¡Aquello era abandono!

[…]

Oh, soledad, patria mía, soledad! ¡Cuán dulce y tiernamente me habla tu voz!

Nada nos interrogamos el uno al otro, nada nos recriminamos; abiertos el uno para el otro, cruzamos puertas abiertas”[2].

Nietzsche no buscaba la soledad como si en ella encontrase un placer especial, sino que simplemente constató que la compañía con la masa no tenía por objeto otra cosa que conversaciones triviales que le alejaban de la búsqueda de la verdad y le hacían sentirse realmente incómodo, inauténtico y fuera de lugar. Además, con su referencia a “los inventores de nuevos valores” y a “las moscas venenosas” a quienes alude en Así habló Zaratustra transmite la idea de que la soledad es un refugio para el pensador porque, aunque sea de manera silenciosa, quienes viven dominados por los valores negativos de la moral de esclavos lanzan sus miradas venenosas de reproches y desprecio a quienes han superado esa moral del sometimiento y viven desde la libertad y desde la creación de sus propios valores.

Y aunque sólo sea por la necesidad de alejarse de las miradas rencorosas y de la simple trivialidad Nietzsche entiende la soledad más como una elección del pensador, realmente necesaria para cumplir con la misión que ha elegido, que como una imposición externa que deba aceptar con resignación:

“...Cuando [el pensador] elige tal soledad no pretende renunciar a nada; por el contrario, la renuncia para él [...] sería tener que continuar en la vida práctica”[3].

En su magnífica biografía sobre Nietzsche C. P. Janz se refiere a la soledad de Nietzsche y, sin negar este valor que para él tiene como aislamiento necesario a fin de que su mente no quede contaminada ni perturbada por la vulgaridad de la masa, por su parte la presenta desde la perspectiva de una misantropía, es decir, como una peculiaridad del modo de ser del propio Nietzsche que estaría al margen de su dedicación a la filosofía y al arte. De hecho, aunque son muchos los pensadores cuya actividad ha sido compatible con unas relaciones sociales muy normales, Nietzsche tuvo graves dificultades para mantener un trato social simplemente normal, de manera que, aunque tuvo una extensa correspondencia epistolar con bastantes amigos y conocidos, tuvo también serias dificultades emocionales para relacionarse con quienes fueran incapaces de entusiasmarse con la temática y con las conversaciones centradas en cuestiones de carácter artístico, filosófico o cultural, permaneciendo en el terreno de la superficialidad y de las trivialidades, por lo que ese tipo de conversaciones y de reuniones le provocaban un intenso malestar, tal como da a entender cuando escribe:

“Hay que ser muy superficial para no volver a casa con remordimientos de conciencia de las habituales reuniones de sociedad”[4].

A propósito de una visita de Nietzsche a la universidad de Basilea, donde había sido catedrático hasta que tuvo que aban-donar la enseñanza, el pensador alemán se lamenta del “papel” y del “disfraz” que tuvo que hacer con sus compañeros durante ese día. Seguramente en esos momentos era consciente de que no estaba mostrándose como realmente era, estaba actuando como un actor en medio de una representación y, en definitiva, estaba siendo inauténtico; seguramente trataba de parecer especialmente amable con sus antiguos compañeros y trataba de intervenir en sus mismas conversaciones triviales, lo cual le obligaba a aparentar un modo de ser muy distinto respecto al real y, por eso, se sentía totalmente fuera de lugar e incómodo consigo mismo. La toma de conciencia de tal situación, que la mayoría habría tolerado o incluso disfrutado como una simple “convención social”, a él le llevó a escribir:

¡Mil veces mejor la soledad!”.

Por su parte y en relación con esta visita a la universidad, escribe C. P. Janz:

“Su misantropía llegó en aquellos momentos al máximo extremo. Se sentía solo, pero además necesitaba estar solo: En una carta de Nietzsche, hablando de su visita a la universidad de Basilea en 1884, dice: ‘Basilea, o mejor mi intento de revivir el viejo trato de antaño con los basileos de la Universidad ―me ha agotado profundamente. Un papel y un disfraz tales cuestan ahora demasiado a mi orgullo. ¡Mil veces mejor la soledad! ¡Y, si ha de ser así, perecer solo!’ ”[5].

Por motivos similares al de la situación por la que tuvo que pasar durante su visita a la universidad, en agosto de 1883 escribe Nietzsche a Ida Oberbeck:

“Me siento como si en el contacto con todos los hombres estuviera condenado al silencio o a la hipocresía” …

…en cuanto decir lo que pensaba le llevaría muy posiblemente enfrentarse a situaciones desagradables o a sentirse fuera de lugar, como si fuera un extraterrestre, mientras que el silencio -la otra opción que tendría que asumir a fin de evitar tensiones- le llevaría a tener que renunciar a exponer sus pensamientos convirtiéndose en una simple estatua.

Igualmente su ansia por avanzar en el conocimiento y en la comprensión de la realidad era incompatible con tales reuniones y conversaciones marcadas por la superficialidad. Por eso, en diversas ocasiones habló de la soledad en términos positivos, a pesar de la dureza que llegó a representar para él esa forma de vida, pues mucho más duro era tener que soportar el “ruido de los grandes comediantes y el zumbar de las moscas venenosas”:

“Donde la soledad acaba, allí comienza el mercado, y donde comienza el mercado comienzan también el ruido de los grandes comediantes y el zumbar de las moscas venenosas […]

Todo lo grande se aparta del mercado y de la fama. Apartados han vivido, sin excepción, los inventores de nuevos valores.

¡Amigo mío, escapa a tu soledad! Te veo acribillado por moscas venenosas […]

¡Huye a tu soledad! Demasiado has vivido ya entre los mezquinos y los envilecidos. ¡Huye de su venganza invisible!”[6].

Muy posiblemente la soledad de Nietzsche, a la que en diversas ocasiones hizo referencia al no encontrar personas afines a él con quienes intercambiar reflexiones y puntos de vista acerca de las cuestiones que le absorbían, como las que se relacionaban con la música, con la filosofía y con la cultura en general, debió de influir en una medida importante en su anhelo, muy ligado a la fantasía, de que el superhombre o la aristocracia de que habló después llegasen pronto a hacerse realidad.

Este mismo anhelo es el que le condujo a fantasear con la idea de formar un grupo de personas especialmente afines por su sensibilidad e intereses similares junto a las cuales vivir compartiendo sus inquietudes y actividades culturales y transmitiendo-les sus ideas filosóficas. Escribe C. P. Janz a este respecto:

“[Nietzsche] necesitaba colaboradores, gentes dispuestas a pensar con él. De ahí que precisamente en este momento se apoderara de nuevo de él, con fuerza desusada, la idea de la «orden». Y no ocultaba, desde luego, el modelo al que se acogía: «Pitágoras fundó una orden para escogidos, una especie de orden de templarios», y «Quiero fundar una nueva casta: una liga o comunidad de seres superiores a la que los espíritus y las conciencias acosadas puedan solicitar consejo; seres que no sólo sepan vivir, como yo mismo, más allá de los credos políticos y religiosos, sino que hayan superado también la moral»[7].

En relación con esta misma cuestión escribe:

“… Quiero y tengo que aferrarme a Niza, con vistas a mi ‘colonia’ futura, que hoy me parece más posible (quiero decir: gente simpática a la que enseñar mi filosofía). Tan solo como aquí o en la Engadina no estoy bien, la enferme-dad me acompaña siempre”[8].

Acerca de esa soledad y en contraposición con la actitud de la masa frívola y superficial, representada por el “mercado” y por las “moscas venenosas” de Así habló Zaratustra, o por “la arena humana”, escribe con amargura, pero a la vez con satisfacción por la paradójica compañía de la soledad:

“…la soledad es entre nosotros una virtud, como sublime inclinación e impulso a la limpieza que adivina que el con-tacto con los hombres –“la vida en sociedad”- inevitablemente ensucia. Toda comunidad “envilece” de algún modo, en alguna parte, tarde o temprano”[9].

En cualquier caso hay que insistir en que afirmaciones como la relacionada con el sacrificio por la llegada del superhombre sólo sirven, si acaso, para mostrar la enorme dificultad o, más exactamente, la imposibilidad que Nietzsche sintió a lo largo de su vida para relacionarse con la masa, con la gente superficial, sin apenas intereses culturales, ocupada apenas en poco más que en su mera subsistencia física, de manera que se sintió siempre muy alejado de la mayoría de seres humanos, con la excepción de algunas personas de su entorno, siendo consciente de su intensa soledad la cual pudo contribuir a que desease más intensamente el advenimiento de seres humanos escogidos, como lo sería el anhelado superhombre.

En Ecce Homo llega a afirmar, aunque de forma exagerada, que no ha sufrido nunca por la soledad sino por la “muchedumbre”:

“No conozco ningún otro modo de tratar con tareas grandes que el juego: éste es […] un presupuesto esencial […] También el sufrir por la soledad es una objeción; yo no he sufrido nunca más que por la «muchedumbre»”[10].

Estas palabras contrastan con lo que sugiere en otro momento cuando, según escribe Safranski, en 1887, comenta -o tal vez se lamenta por- el estado de soledad en que ha transcurrido su vida:    

“Con anterioridad, el 11 de noviembre [de 1887], [Nietzsche] había expresado: “Ahora tengo cuarenta y tres años a mis espaldas y todavía me encuentro igual de solo que en mi infancia” ”[11].

Pero, según parece, esta enorme dificultad para la comunicación social no la sintió exclusivamente en relación con la masa sino con cualquier tipo de reunión con amistades o con personas conocidas, como lo da a entender su comentario tan negativo respecto a la visita que hizo a la universidad de Basilea o también su propio escrito criticando las reuniones sociales que sólo sirven para hablar de trivialidades.

Por eso llega un momento en el que, en relación con la misantropía, escribe una cita de Chamford manifestando su acuerdo con él:

“ “Quien a los 40 no es un misántropo es que jamás ha amado a los hombres” solía decir Chamfort”[12].

Las condiciones de vida de Nietzsche, relacionadas especialmente con su mala salud y con la soledad en que sintió que transcurría su vida, junto con sus cualidades de inteligencia y de enorme sensibilidad estética, tan alejadas de las de la masa, pudieron influir en su decisión de vivir alejado en una modesta pensión de Sils-Maria, en los Alpes suizos, y fueron avivando su “pathos de la distancia”, su sentimiento de lejanía respecto a la gran mayoría de seres humanos y de pertenecer a una élite especial de personas que le permitía o le obligaba a contemplar la realidad desde una perspectiva radicalmente alejada de las posibilidades de la masa.

El conjunto de estas circunstancias fraguó los ingredientes a partir de los cuales la vida de Nietzsche estuvo sumida en una constante y profunda soledad, en ocasiones de manera voluntaria, en cuanto pensador que la necesitaba para mantenerse alejado de las “moscas venenosas”, y en ocasiones de manera involuntaria, en cuanto la soledad era también una consecuencia de su personalidad simplemente humana. Este sentimiento de soledad estuvo en él a pesar de las “amistades” con las que contó tratando de superar esta vivencia de profundo aislamiento, pues, efectivamente, contó con un número considerable de amistades, hombres y mujeres, con quienes se relacionó, y una importante correspondencia con algunos de ellos, como E. Rhode, R. Wagner, J. Burkhard, F. Overbeck, Malwida von Meysenbug, A. Köselitz (Peter Gast), Paul Deussen, Carl von Gersdorff, Paul Rée, Heinrich von Stein y algunos otros. Sin embargo, la soledad es un sentimiento y, como tal, es subjetivo, de manera que uno puede estar rodeado de amistades a las que aprecia, y sentirse solo a pesar de todo. Además, el hecho de que valorase positivamente la soledad como necesaria para su búsqueda del conocimiento, sin interferencias que le alejasen de esta dedicación, no implica que ésta siempre resultase deseable. Y así, tal situación tan complicada fue la que vivió Nietzsche en muchos momentos de su vida. Recordemos, en este sentido, aquellas palabras suyas tan llenas de sentido, expresando la necesidad del propio aislamiento para evitar que su mente pudiera contaminarse con los prejuicios superficiales de la masa:

“En medio de la multitud vivo como la multitud y no pienso como yo pienso; al cabo de algún tiempo tengo presentimientos de que me quieren desterrar de mí mismo y robar-me el alma, y me pongo a odiar y a temer a todo el mundo. Entonces tengo necesidad del desierto para volver a ser bueno”[13].

El conjunto de este párrafo es especialmente significativo de los motivos que conducían a Nietzsche a alejarse a la soledad en cuanto tomaba conciencia del peligro de las relaciones con la masa, con quienes no aceptaban a quien piensa por sí mismo, a quien no se integra para ser como los demás convirtiéndose en “arena humana”, pues eso es lo que se siente en muchas ocasiones cuando de pronto uno se encuentra en medio de una reunión en la que lo obligado es la trivialidad, mientras que el pensamiento que pretende adentrarse en lo profundo es lo de mal gusto o, incluso, lo prohibido de algún modo. Y, por ello, dice finalmente, “tengo necesidad del desierto para volver a ser bueno”: En definitiva, sentía la necesidad de alejarse de la masa y de su trivialidad a fin de no caer en sus redes olvidando la misión por la que a lo largo de su vida se sintió atraído.

Esta problemática así como la valoración finalmente positiva de la soledad encaja perfectamente con el lema que sirve a Nietzsche como una especie de nuevo imperativo moral, recomendando la fidelidad a uno mismo:

“Llega a ser el que eres”[14].

Finalmente, en Así habló Zaratustra encontramos, de nuevo, un hermoso pasaje en el que la soledad y la búsqueda de la verdad se encuentran indisolublemente unidos, especialmente en cuanto la vida social esté sometida a la masa, demasiado cercana todavía a lo puramente animal y alejada por ello del interés por la verdad y por la creación de un mundo nuevo, especialmente abierto a los intereses del pensamiento, de la cultura y del arte.

La “voluntad-león” aparece unida a la soledad en cuanto no puede esperar ayuda alguna de la masa y tiene que extraer de sí misma la fuerza para vivir sin apoyarse en las mentiras de dioses protectores y en la creencia en “otra vida mejor” y siendo la veracidad la compañera fiel en el afán por afirmar los nuevos valores a fin de seguir afirmando el amor por la vida. La referencia a esa soledad aparece bajo el nombre de “desierto”, que no hace referencia a la soledad desde la perspectiva de una vivencia íntima, más o menos dura, sino desde su consideración como realidad propicia para que la veracidad de los espíritus libres, insobornables en su búsqueda de la verdad, pueda abrirse camino sin condicionantes externos que la desvíen y perturben:       

“…Hambrienta, violenta, solitaria, sin Dios: así se quiere a sí misma la voluntad-león.

Liberada de los placeres del esclavo, redimida de dioses y de adoraciones, impávida y aterradora, grande y solitaria: así es la voluntad del hombre veraz.

En el desierto han vivido siempre los veraces, los espíritus libres, como señores del desierto”[15].



[1] Aurora, V, 491.

[2] Z, III, “El retorno a casa”.

[3] A, V, 44.

[4] SPM, Invierno de 1876-1977, p. 109.

[5] C.P. Janz: Friedrich Nietzsche, III, 231-233. C.P. Janz cita también una carta de F. Overbeck a Erwin Rhode, del 27 de julio de 1884, en la que Overbeck comunica al amigo común que el mes anterior Nietzsche había ido de visita a la universidad de Basilea y que se encontraba “en aquel momento, en una situación de desamparo absoluto debido a su aislamiento, que poco a poco se torna horrible, pero que a él […] sólo le resulta tan horrible cuando no se encuentra en soledad y en un clima agradable para él” (Ibidem).

[6] Z, I, “De las moscas del mercado”.

[7] C.P. Janz: Friedrich Nietzsche, III, p. 292.

[8] Carta de Nietzsche citada por C.P.Janz, Friedrich Nietzsche, III, p. 279.

[9] BM, IX, 284.

[10] EH, “Por qué soy tan inteligente”, 10.

[11] R. Safranski: Ibidem.

[12] SPM, Otoño de 1881, p. 166.

[13] A, parág. 491.

[14] Z, IV, “La ofrenda de miel”.

[15] Z, II, “De los sabios célebres”.



Nietzsche: El eterno retorno

Autor: Antonio García Ninet

La doctrina del eterno retorno fue defendida en la antigüedad por diversas culturas, hasta el punto de que en la misma Biblia, además de haberse defendido el creacionismo, se defendió igualmente el eterno retorno, tal como podemos comprobar en Eclesiástes, donde se dice:

“Lo que es ya fue; lo que será ya sucedió, y Dios vuelve a traer lo que pasó”.

En la filosofía griega parece que ya Heráclito de Éfeso la defendió y es seguro que la defendieron los estoicos. Y ya en el siglo XIX la defendió A. Schopenhauer en su obra El mundo como voluntad y como representación. Nietzsche había leído esta obra y es muy posible que el hecho de que su entonces admirado Schopenhauer defendiese esta doctrina le diera motivos para pensar detenidamente en ella hasta que finalmente, en el año 1881, al cabo de más de diez años de su lectura de la obra de Schopenhauer la asumió como verdadera. No obstante, resulta llamativo que no mencionase al pensador de Danzig como el autor o al menos como uno de los autores que le impulsaron a reflexionar acerca del valor de esta teoría y a aceptarla finalmente.

Esta doctrina tuvo una importancia capital para Nietzsche en cuanto significaba la plena recuperación del valor de la vida, no ya desde la consideración de su carácter dionisiaco o unitario de manera impersonal, sino de la vida particular de cada individuo, que eternamente debía renovarse a lo largo de ciclos eternamente repetidos.

La doctrina del Eterno Retorno consiste en la teoría según la cual, en cuanto el Universo se encuentra en constante movimiento, en cuanto es limitado en el espacio pero no en el tiempo, en cuanto se identifica o consiste en una inmensa cantidad de fuerza pero en cualquier caso limitada a la vez que indestructible de acuerdo con el primer postulado de la Termodinámica, y en cuanto sus cambios están sometidos a la necesidad de las “leyes” físicas, debe llegar un momento en el que las posibles configuraciones que adopta, por impensable que sea su cantidad, tendrán que haberse agotado, por lo que a partir de ese instante deberán repetirse eternamente de manera exacta y en el mismo orden, y, entre ellas, las relacionadas con la vida de todos y cada uno de los seres humanos, de manera que yo mismo, que ahora escribo sobre el eterno retorno, habría realizado esta misma acción infinitas veces y volveré a realizarla eternamente, y, si no recuerdo haberla realizado antes, es por la sencilla razón de que tampoco recordé haberlo hecho en las infinitas ocasiones anteriores.

Según parece, esta doctrina la había defendido ya Heráclito de Éfeso, quien consideró que el fuego era el principio (arkhé) de todas las cosas, que del fuego habrían surgido los demás elementos, y que con el paso del tiempo todo retornaría de nuevo al fuego, dando comienzo a un nuevo ciclo de disgregación y posterior integración similar al anterior y así eternamente. Por su parte, si el pensamiento de Heráclito no fue suficientemente preciso a la hora de defender esta doctrina o si no llegó con suficiente claridad a la posteridad, quienes lo defendieron de manera ya más evidente fueron los estoicos.

Quizá una diferencia importante entre los planteamientos de Heráclito y los de los estoicos con respecto a los de Schopenhauer y Nietzsche podría consistir en que a los griegos tal vez no se les ocurrió imaginar que el eterno retorno implicase la continua repetición de la vida de cada ser humano en sus detalles más mínimos sino sólo la idea general de la simple disgregación del todo y la de su posterior integración a lo largo de procesos eternos, mientras que tanto Schopenhauer como Nietzsche sí llegaron a considerar que una consecuencia necesaria del eterno retorno sería la eterna repetición de la vida individual de cada persona en todos y cada uno de sus detalles.

Arthur Schopenhauer defendió esta doctrina con total claridad en El mundo como voluntad y como representación, utilizando un argumento muy parecido a uno de los que posteriormente utilizó Nietzsche, quien además hizo de la doctrina del eterno retorno uno de los pilares fundamentales de su filosofía en cuanto implicaba el carácter imperecedero de la vida individual, pues, aunque parecía que con la muerte la vida de cada persona finalizaba para siempre, el eterno retorno entrañaba la eterna recuperación de esa misma vida, lo cual tenía un valor extraordinario para Nietzsche pues, a pesar de las penalidades de su propia vida, siempre encontró motivos para amarla y desear, por ello mismo, su eterna repetición.

Tal vez la influencia de Schopenhauer en Nietzsche pudo estar más en el hecho de que un pensador tan admirado por él llegase a defender dicha doctrina que en el argumento que Schopenhauer utilizó para defenderla, argumento también utilizado por Nietzsche con alguna ligera modificación, de manera que el punto de vista del filósofo de Danzig le condujo a pensar seriamente en esta doctrina, que ya conocía como consecuencia de sus amplios estudios de la cultura griega, y a asumirla finalmente como verdad plenamente demostrada, sirviéndose de un argumento similar al de Schopenhauer, aunque de manera más elaborada, y concediéndole una importancia muy especial por lo que se refiere a la definitiva superación del nihilismo.

En su mencionada obra Schopenhauer escribe:

“Reconocerá su existencia como algo necesario quien considere que hasta el momento actual en el que existe ha transcurrido ya un tiempo infinito, y por lo tanto una infinidad de cambios, y no obstante ello, él existe: la serie entera de todos los estados posibles se ha agotado ya sin que haya podido suprimir su existencia. Si pudiera dejar de existir en algún momento, ya no existiría en este instante, pues la infinidad de tiempo pasado agotó ya todos los acontecimientos posibles dentro del tiempo, y nos garantiza que todo cuanto existe, existe necesariamente [...] Del hecho de que existimos se sigue que debemos existir siempre”[1].

Por lo que se refiere a los defensores precedentes de esta teoría, Nietzsche no la presentó como una doctrina que hubiera asumido por influencia de Schopenhauer sino como un descubrimiento personal, a pesar de que al menos hizo referencia a la existencia de pensamientos parecidos en la filosofía estoica, influida a su vez por la de Heráclito[2], y a pesar de que, como ya he indicado, esta doctrina aparece en la citada obra de Schopenhauer que Nietzsche había leído más de diez años antes de que en 1881 dijera haberla descubierto. Teniendo en cuenta su lectura de Schopenhauer, parece lógico que Nietzsche hubiera hecho alguna alusión a él al comenzar a referirse a esta doctrina. Tal vez no lo hizo porque hubiese olvidado su lectura de esta obra o porque Schopenhauer no fue el primer pensador que la defendió. También es posible que el hecho de que no hiciera ninguna alusión a Schopenhauer se debiera a que, aunque éste la había defendido antes, no le concedió especial importancia en el resto de sus escritos y, por ello, tal vez no la desarrolló tan obsesivamente y mediante consideraciones tan detalladas como las elaboradas por el propio Nietzsche. No obstante, el hecho de que el filósofo de Danzig la hubiera defendido pudo ser un motivo especialmente importante que le impulsó a reflexionar sobre ella y a quedar finalmente convencido de su valor.

La diferencia esencial entre los planteamientos anteriores acerca del eterno retorno y el de Nietzsche consiste en que, así como en aquéllos no se intentó argumentar de modo riguroso y exhaustivo acerca de las bases racionales en su favor –con la excepción de Schopenhauer- y no se hizo hincapié en el aspecto que más interesaba a Nietzsche de dicha doctrina, que era la de la eterna repetición de la vida personal -a la que Schopenhauer sí aludió-, él trató de presentar tales argumentos mediante una serie de consideraciones racionales, al margen de que desde la metodología científica fueran insuficientes para concluir que dicha teoría tuviera un carácter rigurosamente científico, sobre todo porque no contaba -ni podía contar- con el apoyo de la confirmación empírica. En cualquier caso, resulta sorprendente que, habiendo sido Nietzsche un admirador de la obra de Schopenhauer, no hiciera referencia alguna a dicho pensador al hablar de esta doctrina, tan esencial en su pensamiento.

En diversos lugares de su obra -y en especial en sus escritos póstumos acerca de La voluntad de poder- Nietzsche, al igual que antes Schopenhauer, presentó la doctrina del eterno retorno desde una perspectiva meramente racional, es decir, sin un apoyo en la experiencia –como no podía ser de otra manera-, perspectiva que se sustentaba básica-mente en las siguientes premisas:

1) La consideración del Universo como una fuerza eternamente actuante,

2) El carácter limitado pero permanente de esa fuerza, por muy grande que pueda ser,

3) El carácter necesario que preside los cambios del Universo, y

4) La eternidad del tiempo, que Nietzsche consideró como una realidad objetiva[3].

A partir de tales premisas Nietzsche vino a concluir que, siendo limitadas las posibilidades combinatorias de dicha fuerza, energía o realidad última que constituía el con-junto del Universo, y no habiendo alcanzado ya un equilibrio final que hubiera determinado que el Universo pasara de un constante devenir a una situación final estática y muerta, puesto que la energía que constituye el Universo ni se crea ni se destruye sino que se encuentra siempre actuando, tal devenir constante era la única realidad que cíclicamente repetía infinitas veces las finitas combinaciones que podían darse de acuerdo con la cantidad de energía o de los elementos últimos[4] que constituían el Universo.

Nietzsche contó con esta doctrina como una importante ayuda para superar el nihilismo de manera definitiva, superación que, al parecer, no se había producido plenamente mediante los argumentos proporcionados por las doctrinas antes expuestas –como la del carácter unitario-dionisiaco de la realidad, la del valor del conocimiento tal como lo sintió Aristóteles, o la de la transfiguración estética de la realidad-. Y así, a pesar de que en diversos momentos juzgó que los argumentos señalados servían realmente para superar el nihilismo, teniendo un valor fundamental para alcanzar una visión positiva de la vida, el carácter limitado de ésta representaba un grave inconveniente que le impedía afirmar de forma inequívoca tal valoración positiva, ya que la muerte individual seguía representando la destrucción de cualquier ideal que el hombre se hubiera propuesto, así como la desaparición de la misma identidad personal, pues parece que todas las soluciones anteriores para superar el nihilismo, inicialmente acogidas con entusiasmo, finalmente se le mostraron insuficientes por estos motivos.

Nietzsche no sugiere en ningún momento que hubiera adoptado la doctrina del eterno retorno para superar las insuficiencias de los argumentos anteriormente utilizados a fin de superar el nihilismo, pero es evidente que esta doctrina le sirvió para esta finalidad y que, incluso, la necesidad de superar el nihilismo debió de haber influido en él de manera muy importante a la hora de considerar tal doctrina como mucho más evidente y segura de lo que un riguroso análisis racional hubiera podido mostrarle.

En cualquier caso, sólo mediante la doctrina del eterno retorno conseguía por fin la superación plena y definitiva del nihilismo dando a la vida humana un valor eterno, en cuanto ninguno de sus aspectos se iba a perder para siempre sino que todo estaba destinado a su eterna recuperación: Todos los fenómenos que se habían producido a lo largo del tiempo eran ya la repetición de una serie idéntica de fenómenos que se habían producido infinitas veces en los infinitos ciclos anteriores del eterno retorno, ciclos que infinitas veces debían seguir repitiéndose en cuanto la energía o la fuerza determinante de los cambios del Universo no se perdía, pues el Universo era una máquina perfecta de movimiento continuo, consistente en esa misma fuerza eternamente actuante de la que nada podía escapar, pues nada existía fuera del Universo por donde dicha fuerza pudiera perderse, y en cuanto además el tiempo en el que dicha fuerza actuaba era real y eterno, por lo que no tenía ni comienzo ni fin.

Durante su infancia y su adolescencia Nietzsche había creído en la “vida eterna”, pero no como repetición de la misma vida sino como la vida eterna del cristianismo. Posteriormente había confiado en el valor de otras doctrinas mediante las cuales había tratado de superar el nihilismo, pero todas ellas iban unidas a la limitación inexorable de la vida individual con la llegada de la muerte. Sin embargo, la doctrina del eterno retorno significaba la recuperación plena de la vida individual, en cuanto no se trataba sólo de la eternidad de aquella unidad dionisíaca indiferenciada del Universo sino de todas y cada una de sus manifestaciones, que ya no aparecían como “innumerables”, según el propio Nietzsche había considerado en El origen de la tragedia, sino limitadas y, por ello, eternamente repetidas, una vez finalizado el ciclo en el que todas ellas se hubieran producido.

1. Argumentos en favor del eterno retorno

Son numerosas las ocasiones en que Nietzsche expone sus pensamientos acerca del eterno retorno, pero resulta especialmente claro el siguiente texto:

“La cantidad de la fuerza del universo es limitada, no ‘infinita’ [...] En consecuencia, el número de situaciones, transformaciones, combinaciones y desarrollos de dicha fuerza será ciertamente enorme y en la práctica ‘inconmensurable’, pero en todo caso también limitado, no infinito. Mas si el tiempo en que el universo ejerce su fuerza es probablemente infinito, es decir, si la fuerza es eternamente igual y actúa eternamente: hasta este momento, ha transcurrido ya una infinitud, es decir, han tenido que darse ya todos los desarrollos posibles. En consecuencia, el desarrollo actual ¡tiene que ser una repetición, y lo mismo el que dejó su lugar a éste y el que siga a éste y los anteriores y los posteriores! Todo se ha dado ya innumerables veces, por cuanto la situación global de las fuerzas siempre retorna”[5].

Indica Nietzsche que esta repetición cíclica tiene como condición el carácter limitado de la fuerza, puesto que, si fuera ilimitado, aunque el tiempo también lo fuera, admitiría entonces una posibilidad igualmente infinita de variaciones; y, como el pensador alemán rechaza la hipótesis de que la fuerza –o la energía o el componente último del Universo- tenga una dimensión infinita, por lo mismo considera que las combinaciones o manifestaciones de dicha fuerza no pueden ser infinitas.

Es decir, del mismo modo que las posibles posiciones de las piezas del ajedrez en las casillas del tablero, por muy numerosas que sean, son limitadas, por lo mismo las posibles distribuciones de las unidades mínimas de fuerza del Universo -sean éstas del tipo que sean-, deben ser limitadas en cuanto el mismo Universo es limitado, por impensable que resulte su magnitud, y en cuanto la “fuerza”, de acuerdo con el primer postulado de la Termodinámica, se mantiene constante -ni se crea ni se destruye-, ya que no existe nada fuera del Universo por donde dicha fuerza pueda perderse -pues es un sistema cerrado-, es evidente que ni una mínima porción de energía o ni una sola partícula última del Universo podría escapar a otra parte, pues no existe otra parte, no hay un fuera del Universo, de manera que, aunque la cantidad de energía sea limitada, es constante y siempre se encuentra actuando, por lo que debe llegar un momento en el que las diversas configuraciones a que da lugar su actuación se agoten. Asumiendo además que el tiempo es infinito y que sus cambios están presididos por la necesidad, a partir de ahí Nietzsche dedujo, al igual que antes Schopenhauer, que cualquier disposición del Universo en todas y en cada una de sus partes ya se había producido infinitas veces en el pasado y seguiría repitiéndose infinitas veces en el futuro.

En principio puede resultar llamativo que Nietzsche, aunque tiene en cuenta el carácter siempre operante de la energía, no se plantee la cuestión de si la fuerza o energía que constituye el Universo constaría de unidades atómicas mínimas e indivisibles o si podría ser infinitamente divisible, pues en este último caso, aunque el conjunto total de la energía fuera limitado, sus posibilidades combinatorias, relacionadas con esas infinitésimas “partículas” de energía serían igualmente infinitas, por lo que admitirían infinitas combinaciones y, en consecuencia, tal posibilidad refutaría el valor de la doctrina del eterno retorno.

Por otra parte, a lo largo de estas reflexiones Nietzsche considera que sólo desde la hipótesis falsa de la existencia de un espacio infinito podría pensarse, como alternativa a la doctrina del eterno retorno, la disolución progresiva de la fuerza del Universo en me-dio de esa infinitud como consecuencia de su dispersión o rarefacción en dicho espacio supuestamente ilimitado:

“Sólo en la hipótesis errónea de un espacio infinito, en el que la fuerza por así decirlo se volatiliza, el último estado es improductivo, muerto”[6].

Pero ya en otro momento, de acuerdo con los planteamientos kantianos, había negado el carácter real del espacio como existente en sí mismo junto a las cosas y como “recipiente” de ellas, según lo había entendido Newton, y, en consecuencia, había negado con mayor motivo la existencia de un espacio infinito sin contenido o de un espacio que no fuera otra cosa que la espacialidad de algo que no era espacio[7].

Por ello mismo, las consideraciones de Nietzsche, adoptando una perspectiva similar a la de Kant por lo que se refiere a su interpretación del espacio, tienen pleno sentido:

“Al igual que la materia, el espacio es un modo subjetivo, no así el tiempo. El espacio sólo se originó a raíz del postulado de un espacio vacío. Tal no existe. Todo es fuerza”[8].

Teniendo en cuenta estas reflexiones y tal vez inspirado en Schopenhauer, Nietzsche concluye considerando que…

…“Si el mundo tuviera una meta, ya se habría alcanzado: si hubiera para él un estado final […], ya se habría igualmente alcanzado. Si fuera capaz de perseverar y fijarse, si en su curso hubiera siquiera un solo momento de “ser” en sentido estricto, no podría haber ya devenir”[9],

pues, evidentemente, a lo largo de un tiempo infinito cualquier posible meta ya se habría alcanzado.

       Ahora bien, en cuanto esto último no ha sucedido, de manera que el Universo no se ha paralizado sino que sigue en constante cambio, y, en cuanto sus posibilidades combinatorias son limitadas, ello significa que cualquier disposición del Universo es la repetición de otras que ya se han dado -y volverán a darse- infinitas veces. En consecuencia, Nietzsche concluye afirmando el eterno retorno de todas las cosas:   

“Si alguna vez, cuando fuera, se hubiera alcanzado el equilibrio de fuerzas, aún duraría [...] Si el equilibrio fuera posible, tendría que haber sobrevenido ya. ―Y si el estado actual ya fue, entonces, entonces también el que dejó su lugar a éste y el estado anterior ―de donde se deduce que existió también una segunda y una tercera vez, etc. ―del mismo modo que volverá a existir una segunda y una tercera vez ―innumerables veces hacia adelante ―y hacia atrás. Es decir, todo devenir se mueve en la repetición de un número determinado de estados completamente iguales”[10],

A estas consideraciones añade otras reflexiones similares, aunque dichas de manera más concisa, como la siguiente:

“Que una situación de equilibrio no se alcance nunca demuestra que no es posible”[11].

Pues, efectivamente, no tendría sentido considerar algo como posible, si a lo largo de un tiempo infinito no llegase a realizarse, y, por ello, si el Universo pudiera haberse detenido para inmovilizarse definitivamente, tal posibilidad se hubiera cumplido ya a lo largo de ese tiempo infinito. Pero, como tal situación de “muerte cósmica” no se ha producido, eso demostraría que la inmovilización del Universo no es posible, lo cual parece abrir el camino para considerar, en principio y desde esta consideración, que la doctrina del eterno retorno sería al menos verosímil.

En consecuencia, frente a la interpretación del Universo como una realidad existente con infinitas posibilidades combinatorias o simplemente dependientes de la voluntad de un misterioso ser, ajeno al Universo, propia de quien imagina… 

…“que en alguna parte ‘vive todavía el viejo Dios’”[12]

…dirigiendo el Universo, considera Nietzsche que…

…“todo el devenir consiste en la repetición de un número finito de estados absolutamente idénticos entre sí”[13],…

…puesto que…

…“al mundo le falta la facultad de producir eterna novedad”[14],

lo cual equivale a rechazar la idea de que el Universo sea una realidad en constante proceso de creación –en cuanto crear equivaldría a producir algo a partir de nada, olvidando que “de la nada, nada se hace” (“ex nihilo nihil fit”)-, lo cual sería una manera de impedir que el Universo quedase atrapado por aquel proceso circular eterno, de manera que continuamente se dirigiera hacia posibilidades combinatorias infinitas y absolutamente nuevas.  

2. El eterno retorno y el nihilismo

En relación con el nihilismo la valoración que hace Nietzsche del eterno retorno no es la misma cuando trata de esta cuestión en La gaya ciencia, donde considera que su valoración positiva o negativa dependería de cómo hubiera transcurrido la vida de cada persona, que cuando la trata en Así habló Zaratustra, donde valora positivamente el eterno retorno en todo caso, a pesar de que también plantea la posibilidad de que la vida en sí misma haya sido una experiencia negativa, por lo que su eterna repetición difícilmente podría verse como un regalo apetecible.

Vemos a continuación ambos planteamientos:

1) En La gaya ciencia el eterno retorno podría conducir a la desesperación a aquél que, habiendo llegado a una serie insoportable de experiencias negativas, llegase a tomar conciencia de su constante y eterna repetición, mientras que podría ser aceptada y amada con entusiasmo por aquél que realmente hubiese tenido motivos suficientes para amarla.

Respecto a esta primera alternativa escribe Nietzsche:

  “¿Qué ocurriría si día y noche te persiguiese un demonio en la más solitaria de las soledades diciéndote: «Esta vida, tal como al presente la vives, tal como la has vivido, tendrás que vivirla otra vez y otras innumerables veces, y en ella nada habrá de nuevo; al contrario, cada dolor y cada alegría, cada pensamiento y cada suspiro, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño de tu vida, se reproducirán para ti, por el mismo orden y en la misma sucesión; también aquella araña y aquel rayo de luna, también este instante, también yo? El eterno reloj de arena de la existencia será vuelto de nuevo y con él tú, polvo del polvo»”. ¿No te arrojarías al suelo rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que así te hablaba? ¿O habrías vivido el prodigioso instante en que podrías contestarle: «¡Eres un dios! ¡Jamás oí lengua-je más divino!» Si este pensamiento arraigase en ti, tal como eres, tal vez te transformaría, pero acaso te aniquilara la pregunta: «¿Quieres que esto se repita una e innumerables veces» ¡Pesaría con formidable peso sobre tus actos, en todo y por todo! ¡Cuánto necesitarías amar entonces la vida y amarte a ti mismo para no desear otra cosa que esta suprema y eterna confirmación!”[15].

2) Pero en Así habló Zaratustra el eterno retorno se muestra desde una perspectiva más claramente positiva, aunque Nietzsche sigue admitiendo que es la vida en sí misma, tal como haya transcurrido, lo que determinará que podamos amar o no su eterna repetición. Escribe en este sentido:

“Ahora me muero y extingo y al instante seré una nada [...] Mas retorna el nudo de causas de que estoy prendido; ¡este nudo me volverá a crear! Yo mismo figuro entre las causas del eterno retorno.

Retornaré junto con este Sol, esta tierra, este águila y esta serpiente no a nueva vida, no a mejor vida ni vida por el estilo; retornaré eternamente a esta misma vida, en lo más grande y también en lo más insignificante, para que enseñe de nuevo el eterno retorno de todas las cosas”[16].

El hombre que sea capaz de decir a la vida, aunque sólo sea por un instante, habrá dicho al eterno retorno, pues la afirmación de cualquier instante implica la aceptación de todos, en cuanto todos y cada uno son condiciones necesarias para la aparición de ése que hemos amado y por el que queda redimido el carácter negativo de los demás:

“¿Alguna vez dijisteis a un gozo? Oh, amigos míos, entonces también dijisteis a toda pena. Todas las cosas están entrelazadas, entretejidas por el amor; ...Si alguna vez lo deseasteis todo otra vez, todo eterno, todo entrelaza-do, entretejido por el amor, oh, entonces amasteis el mundo.

-Eternos, amadlo eternamente, y también a la pena decid: ‘¡Vete, pero retorna!’ Pues todo gozo quiere eternidad[17].

Por cierto, textos como éste refutan claramente la interpretación selectiva del eterno retorno que presentó G. Deleuze, quien consideraba de manera sorprendente que este ciclo…

…“debe ser comparado a una rueda; pero el movimiento de la rueda está dotado de un poder centrífugo que rechaza todo lo negativo”[18],…

…pues tanto en La gaya ciencia como en Así habló Zaratustra Nietzsche sostiene de forma inequívoca que el Eterno Retorno es eterno retorno de lo mismo, de la misma vida, tanto en sus aspectos positivos como en los negativos, afirmando de forma explícita la “¡Eternidad de alegría y dolor!”[19], de manera que…

…“desear que se repita una sola vivencia implica desear que se repitan todas”[20],…

…por cuanto todo está encadenado necesariamente y, por tanto, la repetición de cualquier instante sólo es posible a partir de la repetición de su totalidad.

Desde la doctrina del eterno retorno el individuo queda recuperado como tal para toda la eternidad, a diferencia de lo que sucedía con el universo dionisiaco de El origen de la tragedia, donde, con la muerte, el individuo perdía su identidad y se fusionaba con el Todo. Por ello, ante el pensamiento de que eternamente hemos vivido y de que eternamente deberemos vivir la misma vida, exhorta Nietzsche a que, sin pensar en el fatalismo que supone la idea de que nuestro presente y nuestro futuro están ya decididos por cómo hayamos vivido nuestras infinitas vidas anteriores,…

… “¡imprimamos el sello de la eternidad en nuestra vida!”

y a que vivamos de modo que deseemos…

… “vivir otra vez y vivir del mismo modo eternamente”[21].

Pero lo evidente en esos momentos es que Nietzsche no estaba pensando en la serie de personas que han estado viviendo una vida miserable en medio de enfermedades terribles y del sufrimiento más insoportable, pues no es probable que esas personas hubieran deseado “vivir otra vez y vivir del mismo modo eternamente”.

Por otra parte, a la exhortación de Nietzsche se podría objetar lo siguiente: Si la vida es una simple repetición de infinitas vidas anteriores idénticas a ésta, ¿qué sentido tiene que nos planteemos modificar lo que ya no tiene remedio? Por su parte, Nietzsche podría haber replicado a esta esta objeción: “En cuanto desconoces cómo transcurrió la serie de tus vidas pasadas, sólo puedes pensar en ésta, y en este sentido mi exhortación mantiene su valor: Actúa como si ésta fuera tu primera vida y vívela plenamente, por-que todas las demás serán idénticas a la que ahora vivas”.

3. El Eterno Retorno y la inocencia del devenir

El eterno retorno tiene un significado especial por lo que se refiere a la argumentación de Nietzsche en favor de la inocencia del devenir y de la consideración de la realidad en cuanto situada más allá del bien y del mal, y, por ello mismo, al margen de interpretaciones morales, pues, al estar todo encadenado necesariamente, cualquier enjuicia-miento moral carecería de sentido, de manera que el hecho de reprobar cualquiera de los aspectos de la realidad implicaría la reprobación de todo aquello que fuera condición o consecuencia de la realidad reprobada; pero, en cuanto ese todo es el conjunto de la realidad, la consecuencia última de tal reprobación sería la reprobación de esa misma reprobación en cuanto ésta sería uno de los aspectos del conjunto de la misma realidad; y la consecuencia de esta última reprobación sería, por ello, la valoración positiva de toda la realidad. Escribe Nietzsche en este sentido:

“Nada de lo que acaece puede ser en sí reprobable; [...] toda vez que todo va de tal modo ligado a todo que querer excluir algo equivale a excluirlo todo. Un acto reprobable significa que el mundo entero está reprobado [...].

Y en el mundo reprobado hasta el reprobar sería reprobable [...] Y la consecuencia de tal mentalidad que todo lo reprueba sería una práctica que todo lo afirma [...] Si el devenir es un inmenso ciclo, todo es de igual valor, eterno y necesario”[22].

Estas reflexiones podrían resumirse en la consideración de que, si todo lo que sucede sucede necesariamente, no tiene sentido pronunciar juicio moral alguno sobre cualquier aspecto de la realidad y, por ello mismo, ninguna reprobación moral tiene sentido.

Es evidente, por otra parte, que tanto la doctrina del eterno retorno como la doctrina de la inocencia absoluta de toda la realidad, “más allá del bien y del mal”, son consecuencia del determinismo que Nietzsche defiende.  

4. El Eterno Retorno y la superación del nihilismo 

Como ya se ha visto, en El origen de la tragedia la valoración del arte por parte de Nietzsche fue ya absoluta, a pesar de que en esos momentos lo entendió también como la actividad “metafísica” subordinada por la cual el hombre alcanzaba el conocimiento de la realidad en su dimensión más profunda.

En esa misma obra la categoría de lo dionisíaco aparece como expresión literaria mediante la que se proclama el carácter unitario de la realidad. La conciencia de formar parte del Universo como un Todo, del que hemos emergido como unidades fragmentadas y al que con la muerte regresamos, aparece aquí por sí misma como justificación suficiente del sentido positivo de la vida, tal y como sucede de acuerdo con la interpretación de lo apolíneo como unidad fragmentada frente a la realidad como un todo, representado por lo dionisíaco. Tal sentido de la vida procede de la toma de conciencia de que la muerte sólo representa el fin de la vida individual apolínea, que tiene carácter ilusorio, y del conocimiento de que pertenecemos al todo dionisíaco del Universo, de manera que la muerte sólo significa nuestra reintegración en ese Todo para dar paso a otras manifestaciones vitales. Por ello, la angustia ante la perspectiva de la desaparición del ser individual como consecuencia de la muerte debía desaparecer ante la consideración de que dicho ser individual era sólo una ilusión y de que el auténtico ser se encontraba en el ser del Universo como totalidad unitaria de la que toda formación aparentemente individual formaba parte. En consecuencia, en esos momentos Nietzsche entiende también el arte…

…“como esperanza alborozada de que podrá ser rota la cadena de la individuación, como vislumbre de la unidad restaurada”[23].      

No obstante, tanto en esta obra como a lo largo de toda su producción filosófica y por encima de cualquier otro argumento Nietzsche encuentra en el arte el sentido de la vida y el medio supremo para la superación del nihilismo[24].

Por su parte, el conocimiento del eterno retorno en cuanto conciencia de la eternidad de la propia vida individual le sirvió para este mismo fin, aunque siempre apoyado en las ilusiones del arte por su capacidad mágica de transfigurar la vida confiriéndole su valor más pleno.

El motivo de este cambio de perspectiva parece evidente: El sentimiento de la unidad del ser humano con el Universo le resultó insuficiente para superar el nihilismo en cuanto con la muerte la propia identidad individual se perdía en la inmensidad del Universo al que se incorporaba. A pesar de todo, en el momento en que escribió El origen de la tragedia se conformó con aquella solución que le pareció hallar en la tragedia griega en cuanto no había encontrado otra mejor al problema que se le había planteado cuando reflexionaba acerca de la caducidad de todo lo que emprendemos y del propio ser, siendo conscientes de que la muerte representa la aniquilación de cualquier manifestación fragmentada respecto al todo.

Sin embargo, el eterno retorno implicaba, por el contrario, que la propia individualidad quedaba a salvo ¡para siempre! en cuanto implicaba la repetición eterna de todos los fenómenos y, por lo tanto, también la de la propia vida a lo largo de ciclos eternos.

Ahora bien, aunque Nietzsche valora el eterno retorno como un medio especialmente importante para la superación del nihilismo, advierte sin embargo de que este proceso circular tenía el peligro de que, si el contenido de la vida había sido especialmente cruel y lleno de sufrimiento, en tal caso sólo podía significar la cruel repetición eterna de ese mismo martirio. Ante esta posibilidad tan poco deseable, ¿había alguna otra de seguir valorando positivamente la vida para aquellas personas cuyos días hubieran transcurrido en medio del sufrimiento? Parece que desde la perspectiva de Nietzsche sí la había. Y evidentemente se encontraba nuevamente en el arte, en la recreación estética de la realidad, pues, en efecto, Nietzsche en ningún momento prescindió de la importancia del arte como fuerza transfiguradora, y, por ello, si en El origen de la tragedia había escrito,

“la vida sólo es posible gracias a las ilusiones del arte[25],

en sus escritos acerca de La voluntad de poder siguió afirmando de manera rotunda e inequívoca:

- “Sólo estéticamente hay una justificación del mundo”[26].

- “el arte es esencialmente afirmación, bendición, divinización de la existencia...[27].

Estas afirmaciones, en cuanto fueron escritas en los últimos años de su vida lúcida y muchas de ellas son posteriores al momento en que comenzó a hablar del eterno retorno, representan una prueba clara de que el arte fue para Nietzsche el valor supremo, por encima del valor que concedió al eterno retorno, en cuanto esta doctrina no podía ser plenamente adecuada como liberadora del nihilismo, no sólo porque podía ser una teoría dudosa -como al parecer lo fue para el propio Nietzsche en algunos momentos- sino también y sobre todo porque la vida, para poder ser valorada positivamente, no sólo requería de su eterna repetición, sino especialmente de un contenido valioso por sí mismo o, al menos, poseer un atractivo suficiente derivado de las ilusiones del arte, ya que, por sí misma, vista sólo desde el prisma de la veracidad y no desde las “ilusiones” –o mentiras- del arte, carecía de sentido. Por ello, en relación con esta cuestión escribió:

“…sólo hay un único mundo, y ése es falso, cruel, contradictorio, seductor, carente de sentido […] Nosotros necesitamos la mentira para vencer esa realidad, esa “verdad”, esto es, para vivir... Que la mentira es necesaria para vivir, esto incluso forma parte de ese carácter temible problemático de la existencia [...] El arte y nada más que el arte. El arte es el gran posibilitador de la vida, el gran seductor para la vida, el gran estimulante para vivir...[28].

Además, si bien para Nietzsche la doctrina del eterno retorno fue realmente importante para alcanzar una valoración positiva de la vida porque desde esa doctrina el individuo quedaba recuperado para siempre, no obstante conviene no perder de vista que, ya desde el principio de su labor filosófica, su postura fue la de una constante afirmación del valor de la vida sin necesidad de apoyarse en la doctrina del eterno retorno, pero sí y casi siempre apoyado en el valor del arte, tal como se ha podido ver cuando en La gaya ciencia condicionaba la aceptación optimista del eterno retorno a la previa existencia de amor a la vida. Y, por ello, escribió en esta obra:

“¡Cuánto necesitarías amar entonces la vida y amarte a ti mismo para no desear otra cosa que esta suprema y eterna confirmación!”[29].

Es decir, que no se trata de que se ame la vida como consecuencia del conocimiento de su eterna repetición, sino que, por el contrario, es el previo amor a la vida por ella misma lo que da sentido al deseo de su “suprema y eterna confirmación”.

Sin embargo y a pesar de su valoración suprema del arte en todos los momentos de su producción filosófica, en Así habló Zaratustra llegó a valorar el eterno retorno de manera absoluta e independiente, como si en esos momentos lo que quisiera expresar con el mayor júbilo fuera precisamente que su amor a la vida se intensificaba de manera fabulosa gracias al conocimiento de su eterna repetición, al margen de cómo fuese el contenido de cada acontecimiento, agradable o desagradable, feliz o desdichado, y a pesar de que siguió comprendiendo que habría personas para quienes la vida no sería deseable en absoluto, por lo que mucho menos su eterna repetición. Tal valoración de la vida aparece plasmada con una extraordinaria sensibilidad poética en esa obra, y es muy posiblemente esa misma fusión entre el conocimiento del eterno retorno y la plasmación artístico-literaria de ese conocimiento lo que lleva a pensar que el amor al eterno retorno surge precisamente de esa fusión entre tal conocimiento y la capacidad de transfigurar la realidad por medio del arte a fin de que la vida adquiriese para siempre un valor positivo y de ese modo el nihilismo quedase definitivamente superado.

En efecto, en Así habló Zaratustra Nietzsche, mediante la ficción de Zaratustra, se dirige a la Vida como al ser amado en quien encuentra esa mezcla de cualidades antitéticas que a la vez provocan el deseo y el temor, la atracción y la aversión, siendo causa, por ello mismo, de una seducción a la que no puede sustraerse quien está enamorado de ella; esa pasión por la Vida se presenta unida al conocimiento del gran secreto, el secreto del eterno retorno, que implica la felicidad de saber que la unión con la amada, la Vida, durará eternamente. En este sentido, dirigiéndose a “la Vida”, escribe Nietzsche:

“Te temo cuando estás cerca, te amo cuando estás lejos, tu huida me atrae y tu persecución me detiene: yo sufro, mas ¿qué no habré sufrido, gustoso, por ti?

Por ti, cuya frialdad enardece, cuyo odio seduce, cuya huida aprisiona, cuya burla conmueve.

¿Quién no te odiaría, oh, gran atadora y envolvedora, seductora, buscadora, descubridora? ¿Quién no te amaría, pecadora, inocente, impaciente, rauda como el viento, de ojos infantiles?

¿Hacia dónde me arrastras ahora, criatura portentosa, niño travieso, indómito prodigio? ¡Y otra vez ahora huyes de mí, dulce presa y niño ingrato!

[...............................]

¡Quisiera recorrer contigo caminos placenteros!

¡Senderos del amor, a través de silenciosas y multicolores espesuras, o a lo largo del lago, donde danzan y nadan pececillos dorados!”

[..............................]

Entonces la vida [...] me respondió así:

«[...] ¡Oh Zaratustra! Tú no me eres bastante fiel. Estás muy lejos de amarme tanto como pregonas: Sé que piensas abandonarme pronto [...]»

«Sí –respondí vacilante-, pero tú también sabes esto». Y le susurré algo al oído, entre los mechones de sus cabellos alborotados, amarillentos y locos.

«¡Lo sabes, oh, Zaratustra! ¡Eso nadie lo sabe...!»

Entonces nos miramos uno a otro, y extendimos la mirada por el verde prado, por donde empezaba a correr el fresco atardecer, y lloramos juntos. Entonces, sin embargo, la vida me resultó más querida que lo que jamás me lo había sido mi sabiduría”[30].

Resulta evidente que eso que nadie sabe no es otra cosa que el secreto de la eternidad de la Vida, el secreto del eterno retorno, doctrina que implica que en realidad el abandono de la Vida es sólo aparente, puesto que, además, la idea de que habrá de transcurrir una interminable espera hasta que nuevamente se produzca el reencuentro con ella es un espejismo pesimista que no tiene ningún valor, pues del mismo modo que entre el momento en que al comenzar a dormir perdemos la conciencia y el momento en que al despertar la recobramos no somos conscientes del tiempo transcurrido, de manera que parece existir una completa continuidad entre los momentos anterior y posterior al del sueño, asimismo entre el final de la vida y el retorno de la nueva vida existiría esa misma continuidad, de manera que nadie puede desesperarse a lo largo de esos largos eones de inconsciencia pensando en el tiempo que habrá de transcurrir durante su no-existencia por muy largo que éste sea. Por ello, escribe:

“Creéis que faltará mucho para que llegue la hora de vuestro renacimiento pero ¡no os engañéis! Entre el postrer instante de conciencia y la primera claridad de la nueva vida no media ‘ningún tiempo’ el intervalo pasa con la velocidad del rayo, aunque seres vivientes podrían, ni siquiera podrían, medirlo en términos de billones de años. ¡La intemporalidad se compagina con la sucesión en cuanto no esté de por medio el intelecto!”[31].

En definitiva y en relación con su valoración positiva de la vida Nietzsche tuvo que seguir recurriendo a la consideración de ésta como juego, como arte y como ilusión transfiguradora, en cuanto pudo ver en la vida, al igual que en el juego del niño, una finalidad inmanente, valiosa por ella misma y sin que su repetición perpetua tuviese que presentarse como angustiosa y absurda, pues, desde el momento en que el hombre toma conciencia de la existencia simultánea de la voluntad de poder y del eterno retorno, tiene que ser igualmente consciente de la falta de trascendencia de cualquier finalidad que se proponga, puesto que todo está destinado a su eterna repetición; y tiene que ser igualmente consciente de que el devenir, dinámico, no puede transformarse en ser, estático, inmóvil, muerto, o, lo que viene a ser lo mismo, de que no existe un fin realmente definitivo.

5. Consideraciones críticas sobre el eterno retorno

A pesar de la importancia que Nietzsche concedió a la teoría del eterno retorno y a pesar de su interés en presentar argumentos lógicos para concluir en su verdad, hay que decir que esta teoría está muy lejos de poseer carácter científico y, en este sentido, hay una serie de objeciones que conviene reflejar.

En primer lugar, hay que indicar que el propio pensador alemán tuvo el espíritu crítico suficiente como para dudar en algún momento del valor de esta doctrina que tanto le satisfacía para la plena superación del nihilismo. Por ello, en primer lugar, haré referencia a sus propias dudas y, a continuación, expondré algunas consideraciones que sirven para mostrar que sus argumentos en favor de esta teoría no fueron -ni podían ser- concluyentes. 

5.1. Autocrítica de Nietzsche

Como acabo de indicar y a pesar del gran valor que Nietzsche concedió a la doctrina del eterno retorno, sus reflexiones acerca de su validez no estuvieron acompañadas de una confianza sin fisuras en su verdad. Una prueba de estos momentos de duda puede encontrarse en sus escritos póstumos, donde, en contra de lo que anteriormente había escrito en favor del eterno retorno afirmando…

…“al mundo le falta la facultad de producir eterna novedad”[32],

en otros momentos y en contradicción con esta afirmación, escribe: 

“es un hecho que sin cesar se genera algo absolutamente nuevo[33], 

afirmación que no argumenta, pero que muestra su preocupación porque, si fuera verdadera, sería incompatible con la doctrina del eterno retorno, ya que la “generación” de “algo absolutamente nuevo” conllevaría la multiplicación de las posibilidades combinatorias de la materia-energía existente en un momento dado, posibilidades que seguirían creciendo exponencialmente en cuanto tal generación fuera aumentando sin cesar, convirtiéndose en un impedimento absoluto del eterno retorno. Tal afirmación es evidentemente incompatible con las ocasiones en que Nietzsche defiende el carácter limitado del quantum de fuerza –o de energía- en que consiste el Universo, el cual excluiría la aparición de cualquier novedad en cuanto el postulado de la conservación de la energía sea correcto, como el propio Nietzsche lo consideró. En cualquier caso, es un hecho que el pensador alemán llegó a defender el punto de vista reflejado en la cita anterior, de manera que consideró la posibilidad de haberse equivocado en una doctrina por la que tanta fascinación había sentido y tan útil le había sido para lograr la plena superación del nihilismo.

Sin embargo y en contradicción con la afirmación anterior, en muchas otras ocasiones Nietzsche argumenta en favor de la doctrina del eterno retorno apoyándose en ese primer postulado de la termodinámica y no sólo considerándolo como condición necesaria sino incluso como condición suficiente, escribiendo en este sentido:

“El principio de conservación de la energía exige el eterno retorno[34].

Por otra parte, siguiendo con esta línea de autocrítica, desde un enfoque puramente racionalista e intentando llegar a una explicación plenamente clara del modo de ser del Universo, se planteó una serie de consideraciones con las que manifestó sus propias dudas acerca de la verdad de la doctrina del eterno retorno, y en este sentido en su obra póstuma escribió:

“¿No es ya una prueba suficiente EN CONTRA DE la forma circular homogénea de todo lo existente el hecho de que haya en el mundo que nos rodea cierta diversidad y no una circularidad plena? ¿De dónde sale la diversidad que hay dentro del círculo? […] ¿No es todo ello demasiado variado para provenir de algo uno? […] Suponiendo que hubiera una “energía de contracción” homogénea en todos los centros de fuerza del universo, se pregunta entonces ¿de dónde podría provenir siquiera la más mínima diversidad? […] ¿Será acaso que la aparición de cualidades no sigue ley alguna?”[35]

Estos interrogantes cosmológicos sin respuesta representan por sí mismos una prueba de la capacidad de autocrítica del propio Nietzsche al tomar conciencia de la enorme complejidad del Universo, la cual representa un obstáculo tal vez absoluto, que, a pesar de la supuesta invariabilidad de la cantidad de energía y del carácter eterno del tiempo en que dicha energía se manifiesta, impide alcanzar una argumentación sólida que concluya necesariamente en la doctrina del eterno retorno.

En relación con esta cuestión y como explicación de la defensa que Nietzsche hace de esta doctrina hay que decir que tal vez pudo ocurrir que se precipitara en sus conclusiones por la necesidad que sentía de superar el nihilismo de manera definitiva, en cuanto las soluciones anteriores no habían acabado de satisfacerle. Teniendo en cuenta que su nihilismo provenía especialmente de la toma de conciencia de la “muerte de Dios”, es decir, de su ateísmo, este hecho pudo determinar que le resultase mucho más fácil asumir la doctrina del eterno retorno como tabla de salvación frente al sentimiento de la falta de sentido de la vida, al margen de la certeza objetiva que pudiera tener para aceptarla a partir de los argumentos que elaboró en su defensa.    

En cualquier caso, ante el problema tan radical que plantea el Universo por lo que se refiere a su misma existencia, a si debe seguir cambiando de manera indefinida a lo largo del tiempo o a si efectivamente debe llegar un momento en que sus posibles combinaciones se hayan dado y entonces todo tenga que volver a repetirse eternamente, nos encontramos ante problemas tan complejos que en verdad las dudas de Nietzsche parecen más razonables que la certeza que manifiesta en otros momentos.

Pensemos, en favor de las reflexiones de Nietzsche, que tampoco en estos momentos resulta nada fácil sino todo lo contrario responder a la pregunta de por qué existe el Universo, qué ha determinado la extraordinaria heterogeneidad de sus manifestaciones y de sus continuos cambios, al margen sin duda de que apelar a un “dios creador” represente un recurso mítico, infantil y, en definitiva, absurdo, aunque muy lucrativo para quienes viven del negocio de las religiones.

Los mismos científicos que entienden el big-bang como un comienzo absoluto del Universo dejan sin respuesta la pregunta de por qué se habría producido dicho “comienzo” –suponiendo que ¡el Universo surgiera de la nada!, por arte de magia, en contradicción con el principio de conservación de la materia y/o de la energía y en contradicción con un principio simplemente racional pero que en ningún caso ha sido rebatido por experiencia alguna: el principio según el cual “de la nada, nada se hace” (“ex nihilo, nihil fit”), mientras que otros científicos presentan la hipótesis de que nos encontramos ante un Universo eternamente cíclico, en continuos procesos de expansión y compresión, cuya explicación se seguiría desconociendo, aunque sin referirse al eterno retorno, ni para afirmarlo ni para negarlo.  

En relación con cuestiones como éstas, conectadas con las teorías científicas que subyacen a la explicación de cualquier fenómeno, tanto el eterno retorno como el “quantum de fuerza”o “voluntad de poder”, según lo llama Nietzsche en tantos momentos- serían “leyes primarias” que expresarían una realidad para la que no dispondríamos de explicación racional alguna respecto a su génesis -en el caso de que la tuviera-.

A pesar de que el propio Nietzsche trató de explicar las razones que podían justificar el eterno retorno y a pesar de las dudas tan serias que manifestó respecto a la verdad de esta doctrina, en cualquier caso no tuvo la osadía de pretender explicar el origen (?) de ese quantum de fuerza – o “voluntad de poder”- en que desde su punto de vista consiste el propio Universo. En este sentido y en coherencia con la falta de razonabilidad de esos principios últimos del Universo, en ningún momento pretendió dar razón de esas leyes primarias, sino sólo presentarlas como si fueran axiomas de un sistema lógico:

El movimiento cíclico no es nada devenido, es la ley primaria así como el quantum de fuerza es una ley primaria, sin excepción y sin rebasamiento. Todo devenir tiene lugar dentro del movimiento cíclico y el quantum de fuerza”[36].

Y realmente, como ya sucedía en las reflexiones cosmológicas kantianas y en las correspondientes antinomias expuestas en la Crítica de la razón pura, los científicos investigan a partir de los datos de la experiencia para encontrar las leyes que rigen en la realidad fenoménica, pero, cuando llegan a esas cuestiones últimas acerca de si el Universo es eterno o si tuvo un comienzo, etc., la mayoría se abstiene de opinar, y quienes, como buenos científicos lo hacen, simplemente presentan conjeturas o hipótesis, pero se abstienen de afirmar teorías para las que no dispongan de argumentos, ni racionales ni empíricos.

En este sentido, aunque Nietzsche vino a decir casi lo mismo en referencia a la falta de una explicación racional de la existencia de la voluntad de poder y del eterno retorno, en diversos momentos, llevado del apasionamiento, se mostró demasiado impulsivo a la hora de ponderar adecuadamente el valor de sus teorías, de manera que, a pesar de sus consideraciones acerca de la imposibilidad de servirnos de la razón para encontrar una explicación de estas cuestiones o acerca de la misma existencia del Universo, por lo que se refiere al eterno retorno y a pesar de lo dicho en el pasaje antes citado se atrevió a presentar una explicación racional, aunque sin duda insuficiente, dada la enormidad del problema al que se enfrentaba, de los escasos datos con que contaba y de la necesidad de contrastar su teoría mediante la experiencia, a pesar de que esta necesidad era imposible de satisfacer por experiencia alguna.

5.2. Críticas complementarias

Al margen de las reflexiones críticas del propio Nietzsche, la supuesta verdad de la doctrina del eterno retorno debería sustentarse en la verdad de otras condiciones como son las siguientes:

1) La cantidad de posibilidades combinatorias de la “fuerza” o energía en su dimensión mínima posible debería ser limitada.

Nietzsche considera efectivamente que, en cuanto el Universo es limitado, sus posibilidades combinatorias también lo son. Sin embargo, podría argumentarse en contra de esta tesis que, aunque el Universo sea limitado, sus posibilidades combinatorias podrían ser infinitas en cuanto su componente último, la materia-energía -o lo que pueda ser ese “componente último”-, fuera infinitamente divisible, pues, en principio, cualquier realidad es, al menos en teoría, infinitamente divisible mientras no se demuestre lo contrario, al margen de que se desconozca la existencia de un procedimiento para realizar tal división interminable. Si la serie de partículas infinitésimas de cualquier realidad es infinita, las combinaciones posibles de los elementos infinitésimos serán igualmente infinitas y, en consecuencia, las posibilidades combinatorias globales del Universo serán, con mayor motivo, igualmente infinitas, por lo que la doctrina del eterno retorno quedaría refutada.   

2) En segundo lugar, hay que tener en cuenta que entre las bases de la argumentación de Nietzsche en favor del eterno retorno se encuentra la consideración del carácter necesario de todo lo que sucede. Sin embargo, ya D. Hume había indicado acertadamente en el siglo XVIII que la experiencia sólo nos da hechos o, incluso, la sucesión permanente entre ellos, pero no su conexión necesaria. Y, en cuanto tal necesidad resulta indemostrable, mientras que la doctrina del eterno retorno tiene como uno de sus fundamentos el de tal necesidad, esta doctrina será, en el mejor de los casos, una simple hipótesis. 

3) Por otra parte además y como crítica general, podría decirse que, aunque nos encontramos ante una teoría que tiene cierta lógica, resulta demasiado temeraria porque toda teoría científica exige contar con un procedimiento de contrastación empírica, es decir, un experimento mediante el cual pueda verificarse  –o falsarse[37]-, mientras que para esta doctrina no existe un procedimiento de contrastación empírica, pues para ello debería existir una especie de “observador” de muy larga vida , que, situado fuera del Universo (!), pudiera comprobar cómo se completaba el ciclo del eterno retorno y cómo a continuación comenzaba a repetirse un nuevo ciclo idéntico al anterior en todas y cada una de sus manifestaciones. Pero tal “observador” no existe, por lo que, aunque las demás condiciones se cumplieran, la verificación -o la falsación- de esta teoría no sería posible. 

La doctrina del eterno retorno representó para Nietzsche uno de los pilares funda-mentales de su filosofía desde el preciso instante en que llegó a intuirla -agosto de 1881, según lo cuenta en Ecce Homo[38]-. Su aceptación tiene algo de paradójico en cuanto el pensador alemán fue un acérrimo defensor de la veracidad por encima de cualquier otro objetivo, y, sin embargo, aunque dedicó a esta doctrina abundantes reflexiones, llegó a asumirla con una certidumbre subjetiva muy superior a la que permitían los datos con que contaba, por cuanto se trata de una doctrina que, al margen de su mayor o menor verosimilitud, se encuentra muy alejada de las exigencias de la metodología científica a la hora de poder ser considerada como una teoría objetivamente verificada o verificable.

Además, el Universo es demasiado extraordinario y complejo como para que, a partir de un argumento basado en la infinitud del tiempo, la limitación de la fuerza o de la materia-energía de que consta y la supuesta necesidad con que se producen sus cambios, pueda establecerse una conclusión tan atrevida como la que Nietzsche y otros pensadores se atrevieron a defender. Parece por ello que hubo factores de carácter emocional, como el de la necesidad de superar el nihilismo, que influyeron de manera importante en que la mera consideración de la posibilidad de que el eterno retorno fuera real cediera su lugar a una certidumbre subjetiva en relación con la cual los datos objetivos eran realmente insuficientes. De hecho y transcurridos más de cien años desde la muerte de Nietzsche, no parece que a los científicos actuales se les ocurra plantear una hipótesis tan inverificable como ésa.

 

 

 

 

 

 



[1] A. Schopenhauer: O. c., II, cap. 41.

[2] Escribe Nietzsche: “La doctrina del ‘eterno retorno’, es decir, del ciclo incondicional, infinitamente repetido, de todas las cosas: esta doctrina de Zaratustra podría, en definitiva, haber sido enseñada también por Heráclito. Al menos la Estoa, que ha heredado de Heráclito casi todas sus ideas fundamentales, conserva huellas de la misma” (Ecce Homo,El nacimiento de la tragedia’, 3).

[3] Nietzsche tuvo que modificar su concepción acerca del “tiempo” en cuanto en la época en que escribió El origen de la tragedia todavía lo entendía como una realidad subjetiva al estilo de Kant, mientras que, para que el eterno retorno pudiera producirse, el tiempo tenía que entenderse como una realidad objetiva, y así lo entendió posteriormente cuando escribió: “El espacio es, como la materia, una forma subjetiva. No el tiempo” (ID, parág. 2651. Ed. Prestigio).

[4] Tal vez no existan esos “elementos últimos” en cuanto, al menos en teoría, siempre se puede suponer la existencia de un elemento inferior, al igual que sucede en la aritmética, donde podemos dividir la unidad de manera indefinida sin alcanzar nunca “el número más pequeño posible”. Otra forma de expresar esta idea sería mediante el siguiente silogismo: Si todo lo material es extenso y todo lo extenso es divisible -al menos en teoría-, entonces todo lo material es infinitamente divisible -al menos en teoría-.

[5] FP, II, 11 [202], Primavera-Otoño de 1881.

[6] Sabiduría para pasado mañana, Julio-Agosto de 1882, 1 [27].

[7] Posiblemente, en relación con el concepto de “espacio” el lenguaje induce a confusión: Si en lugar de hablar del “espacio” como sustantivo -o como sustancia- hablásemos del carácter espacial de cualquier realidad, entendiendo la espacialidad como una cualidad, que, al igual que el color, hiciera referencia al modo de ser de algo, sería más fácil comprender que, del mismo modo que no existe el color en sí sino que es una propiedad asociada a nuestra percepción de las cosas, tampoco existe el espacio como una realidad en sí misma sino sólo como una propiedad de esas mismas cosas o del Universo en cuanto tal, y, en consecuencia, considerar que el Universo esté rodeado por un espacio infinito y existente en sí mismo es un error.

[8] ID, parág. 2651.

[9] FP, II, Primavera-Otoño de 1881, 11 [292]. “Ser” en el sentido de ser permanente, inmóvil, como el Ser de Parménides.

[10] FP, II, Primavera-Otoño de 1881, 11 [245]. Un pasaje similar, pero escrito en 1888 dice: “Si el mundo pudiese en absoluto entumecerse, desecarse, perecer, convertirse en nada, o si pudiera alcanzar un estado de equilibrio, o si tuviera en absoluto cualquier meta que incluyese en sí la duración, la invariabilidad, el de-una-vez-por-todas (en pocas palabras, hablando metafísicamente: si el devenir pudiera desembocar en el ser o en la nada), entonces este estado tendría que haberse alcanzado” (SPM, Primavera de 1888, 14 [188]).

[11] SPM, Mayo - Julio de 1885, p. 243.

[12] VP, parág. 685, Obras Completas, IV, Ed. Prestigio.

[13] VP, II, 324. Aguilar.

[14] VP, II, 330. Aguilar.

[15] GC, IV Sanctus Januarius, parág. 341.

[16] Z, III, “El convaleciente”.

[17] Z, 4ª parte, “La canción ebria”.

[18] G. Deleuze: “…doit être comparé à une roue; mais le mouvement de la roue est doué d’un pouvoir centrifuge, qui chasse tout le négatif” (Nietzsche, P.U.F., París, 1965, p. 32-36).

[19] Z, III, “El segundo canto de la danza”, III.

[20] ID, parág. 2636. Esta consideración de Nietzsche tiene bastante similitud con la de Dostoievski cuando en El idiota se refiere a las reflexiones de un epiléptico momentos antes de sufrir un ataque. Se trata de momentos de tan intensa felicidad que, según el autor –que era epiléptico-, compensarían el sufrimiento de toda una vida.

[21] Obras completas, III, El eterno retorno, p. 20-21, Aguilar.

[22] VP, II, parág. 131. Prestigio. Aquí Nietzsche es plenamente coherente con su determinismo y con la doctrina del eterno retorno. Sin embargo, el problema se plantea cuando, olvidando estas palabras tan coherentes, critica y manifiesta su odio contra determinados personajes de la historia o contra la masa en general, olvidando que todo lo sucedido era consecuencia necesaria de todo lo sucedido en el pasado y causa de todo lo que en el futuro sucedería.

[23] VP, cap. 10. Prestigio

[24] VP, cap. 5. Prestigio.

[25] OT, cap. 20.

[26] SPM, Otoño de 1885 - Otoño de 1886; pág. 258.

[27] SPM, Primavera de 1888, p. 327.

[28] SPM, Noviembre de 1887 - Marzo de 1888, pág. 325-326.

[29] GC, parág. 341.

[30] Z, III, El segundo canto de la danza (I-II).

[31] ID, parág. 2675.

[32] VP, II, 330. Aguilar.

[33] ID, parág. 1668.

[34] SPM, Otoño de 1885-Otoño de 1886. La cursiva de “exige” es mía. Pero, aunque existiría una relación entre este principio y la doctrina del eterno retorno, no es la que Nietzsche aprecia, sino que lo único que podría afirmarse es que dicho principio sería una condición necesaria, pero no suficiente del eterno retorno, pues de dicho principio no se deduce la verdad del eterno retorno, en cuanto éste resulta perfectamente pensable sin estar conectado con el eterno retorno, especialmente si se tiene en cuenta la posibilidad -teórica al menos- de la divisibilidad infinita del componente último de la realidad, el cual determinaría que sus posibilidades combinatorias fueran igualmente infinitas.

[35] FP, II, 11 [311], Prim.- Otono, 1881.

[36] ID, parág. 2662. Y también: “El ‘caos del Universo’ como exclusión de toda actividad con miras a un fin no está reñido con la idea de movimiento cíclico: es que éste último es una necesidad en que no entra para nada la razonabilidad, exenta de cualquier consideración formal, ética o estética” (ID, parág. 2663).

[37] El concepto de falsación de Popper hace referencia a un procedimiento mediante el cual, en el caso de que una teoría sea falsa. debe existir la posibilidad de una prueba para demostrar que lo es. Si no la hay, esa teoría no podrá considerarse científica.

[38] EH, “Así habló Zaratustra”, parág. 1.